domingo, 11 de julio de 2010

La melodía de la ciencia. Una reflexión personal

Disclaimer: Esta entrada era un artículo que, a solicitud de los editores, elaboré para una revista de intelectualoides de Ranchuca. El artículo no fue nunca publicado porque uno de los editores era un fundamentalista de la superchería llamada homeopatía. Pretendió censurarlo, y lo consiguió. Esta es la flor y nata de Ranchuca.

En el siglo XVII, el matemático y astrónomo alemán Johannes Kepler publicaba su Harmonices mundi (La armonía de los mundos), obra en la cual establecía un tono musical mediante cálculos matemáticos para la revolución alrededor del Sol de cada planeta del Sistema Solar. Mediante este hermoso intento de darle melodía al Cosmos, consiguió establecer la tercera de las leyes que determinan la órbita de los planetas y que más tarde precisaría Isaac Newton. Muchos siglos antes, cambiando de era, los miembros de la secta pitagórica se afanaban en encontrar las relaciones místicas entre los principios aritméticos, las proporciones en el arte y el orden universal, mientras establecían la esfericidad de la Tierra; muchos siglos antes de que Galileo Galilei tuviese que echar mano de todas las argucias de la Retórica para convencer a propios y extraños del heliocentrismo que apoyaban sus observaciones.

En la defensa de mi tesis doctoral para obtener el grado de doctor en biología, en uno de los actos académicos más áridos que un investigador puede sufrir, delante de un cuadro de cinco serios doctores que esperaban la enumeración de una inhumana serie de resultados, valores estadísticos y gráficas insalubres en blanco y negro, cometí la osadía de comenzar mi hilo argumental comentando un cuadro del pintor realista Jean-François Millet que mostraba a una pastora con su rebaño de ovejas, y que me permitió introducir mi visión de la importancia de la percepción de la Naturaleza y las preguntas que nos sugiere. No solo fue una licencia bien recibida, sino que animó al tribunal a citar incluso a Aristóteles para discutir la utilidad de las clasificaciones de especies –ecología descriptiva- frente a la de las clasificaciones de grupos funcionales –ecología funcional-. Siguen existiendo científicos humanistas y esperanzadores.

La Ciencia nació y se desarrolló con el resto de conocimientos humanos, sin existir discontinuidad material ni intelectual entre todos ellos. Solo el punto de inflexión –por cierto, concepto proveniente de un término matemático- del establecimiento explícito del método científico por parte de Francis Bacon –lo de Sir es de una pedantería que me da risa- acabó con ese idilio maravilloso, apasionado y que tantas buenas y coherentes explicaciones del mundo nos ofreció. El Humanimo, tal y como lo conoce la Historia, se devaluó. Se acabó la poesía en los cálculos aritméticos, se acabaron las melodías de los mundos solo soñados, y se acabó el imaginar y maravillarse con lo que nos cuenta un cuadro de un pintor realista francés, ¿o no?

Uno de los pasos en el método científico es la elaboración de hipótesis. Cuando nos enfrentamos a un hecho, surge como primera pregunta insoslayable “¿Por qué?”. Para responder a tan desasosegante cuestión, podemos inventar cuantas respuestas se nos antojen. Pero ese proceso guarda una complejidad que dista mucho de ser baladí. En él se ponen en marcha nuestras vivencias personales, nuestros prejuicios, nuestras ilusiones, nuestras preconcepciones del mundo, nuestro conocimiento previo sobre el asunto,… Tanto Johannes Kepler, como Isaac Newton, eran fervientes cristianos, y para establecer sus deducciones tomaron muy en cuenta los principios dictados por el dogma de su religión. No en vano, Kepler, tomó como punto de partida para explicar las observaciones pormenorizadas de Tycho Brahe, su mentor, cuerpos geométricos perfectos, puesto que el Creador no podía haber creado un Cosmos imperfecto. La elaboración de hipótesis y teorías es un proceso creativo; y esto es algo que, con la evidencia que contamos hasta ahora, solo posee el ser humano. La heurística, la reducción al absurdo, la teoría de juegos que tantas explicaciones válidas y coherentes ha dado al comportamiento animal, no son más –ni menos- que invenciones fruto de la complejidad del sistema nervioso humano; el cual, hoy, conocemos algo gracias a la misma Ciencia. Somos un ente creador que se comienza a conocer a sí mismo gracias al mismo poder creador que nos caracteriza y que es nuestra esencia.

La frase del último párrafo me la inspira a su vez la definición de ser humano más hermosa que quizá haya encontrado nunca. Es del astrónomo y divulgador científico Carl Sagan en el capítulo titulado “¿Quién habla en nombre de la Tierra?” de su obra Cosmos y que viene a decir algo así como que probablemente somos la única forma que tiene el Cosmos de conocerse a sí mismo; textualmente que somos
conjuntos organizados de decenas de miles de billones de billones de átomos que consideran la evolución de los átomos y rastrean el largo camino a través del cual llegó a surgir la consciencia, por lo menos aquí.
Sagan, Carl. 2002. Cosmos. Ed. Planeta. Barcelona. España. 8ª edición

Es solo un ejemplo más de cómo cualquier pensamiento puede sugerirnos algo mediante la complicada concatenación de ideas que realizan millones de células en nuestro organismo llamadas neuronas.

Después de plantearnos una o varias hipótesis para explicar un hecho, el siguiente paso en el método científico es el de contrastarlas. Esto se materializa habitualmente mediante la experimentación. El diseño experimental, en la actualidad, conlleva la puesta en práctica de toda una serie de reglas que aseguran la validez del experimento para poner a prueba nuestras hipótesis; debemos aislar las variables en la medida de lo posible, conseguir que el experimento pueda ser repetido por cualquier otra persona en cualquier lugar del mundo, asegurarnos de que aplicamos el análisis adecuado –que suele ser de naturaleza estadística- a los resultados obtenidos, que interpretamos, también adecuadamente, los resultados del análisis,… Pero, a pesar de todas estas normas bien establecidas, también necesitamos de nuestra creatividad. Puede que nuestro experimento se base en otros ya realizados, pero aplicado a otros elementos. Sin embargo, en la mayoría de las ocasiones, nos encontramos con un problema nuevo que requiere de nuestro ingenio. En el departamento de ecología de la Universidad Autónoma de Madrid, en el que trabajaba, existía una línea de investigación sobre las semillas de pastos y, en concreto, sobre los mecanismos de dispersión de estas (la forma en las que llegan a otros lugares después de liberarse de la planta, algo de suma importancia para la supervivencia de las poblaciones de ciertas especies en el medio en el que se hallan). No existían estudios cuantitativos de la capacidad de adherencia de las semillas al pelo de los animales (algo que se llama epizoocoria). Los investigadores se vieron obligados a idear un artefacto compuesto por una rueda de topografía de las que se usan para pintar las líneas de los campos de fútbol, a la que se le ensambló un cuentakilómetros y unas guías en las que se colocaban tablas con las pieles de los animales habituales de la zona. Sin conocer previamente de la existencia de estas ruedas –por la afición, que me consta, al fútbol de los investigadores mencionados-, la idea de este invento hubiera sido más difícil. Aunque esta parte de la investigación es algo más técnica, realmente requiere de las mismas dotes de creatividad, de vivencias personales y de conocimientos previos que la elaboración de hipótesis.

Y, por último, fuera ya del método científico, la elaboración de teorías es quizá la labor científica que mayor necesidad tiene de la capacidad de interrelacionar los conocimientos. Una teoría es algo así como una visión del mundo que nos rodea, o de un aspecto concreto de ese mundo. Albert Einstein dijo en la Sociedad Física de Berlin, en la conmemoración del septuagésimo aniversario del nacimiento de Max Planck que

el hombre intenta fabricar un cuadro del mundo que le funcione de la mejor manera posible; intenta sustituir de esta forma este cosmos en el que vive por el mundo de la experiencia y, así, superarlo. Esto es lo que hacen el pintor, el poeta, el filósofo especulativo y el científico natural, cada uno a su manera.

No es que Einstein pensara que todos ellos eran equiparables, sino que los anhelos humanos de cada uno estaban interconectados, y que cada uno respondía a la necesidad de explicar este mundo. Ramón Margalef, ecólogo español, no podría haber elaborado su teoría de la información para explicar la importancia de la diversidad de especies en el mantenimiento de los sistemas ecológicos sin los nacimiento y desarrollo de la informática; de hecho, uno de los índices de diversidad, el índice de Shannon, se mide en bits.

Odio cuando alguien dice “es que yo soy de ciencias” o “es que yo soy de letras” ¿Acaso nunca has necesitado sumar para hacer una contabilidad casera? ¿Solo vives de tus datos y nunca has ido a ver una película al cine? Pues, ¡qué vida tan pobre y qué poco profesional! Sin el conocimiento de los clásicos griegos ni de una fe profunda en su religión, nunca habríamos tenido un Johannes Kepler ni un Isaac Newton que nos hubieran capacitado para enviar transbordadores fuera de nuestro insignificante pero maravilloso planeta, o poner en órbita los satélites que nos dan la predicción meteorológica o que nos permiten utilizar nuestros celulares ¿Y la idea del científico metido en su laboratorio con sus fórmulas y aparatos extraños ajeno al mundo que le rodea? ¿Cómo se hubiera interesado entonces por las enfermedades y aflicciones humanas? ¿Cómo se hubieran entonces aplicado la asepsia en las operaciones, las vacunas, los antibióticos y otros remedios que han aumentado notablemente nuestra esperanza de vida? No por los charlatanes de la homeopatía, la astrología, la kinesiología holística y demás peligros para la salud pública, desde luego. El desconocimiento de la Ciencia es un baldío del que se aprovechan las pseudociencias, el oscurantismo y la superstición. Y el desconocimiento o infravaloración de las demás dimensiones que nos aporta nuestra condición humana, un campo abierto para la falta de ética, la deshumanización y el freno a los avances científicos.

El descubrimiento del mundo por medio de la Ciencia nos lleva a maravillarnos de este Cosmos, como diría Carl Sagan, vasto e infinito, pudiendo expresar nuestra percepción del mismo por medio de la poesía, la pintura o la arquitectura, y, las mismas, nos pueden llevar a hallar la hipótesis o a la teoría que concuerden mejor con los hechos que nos traen de cabeza desde hace años.

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