sábado, 19 de marzo de 2011

Justine o las desdichas de la virtud

Acabo de terminar mi primera lectura del marqués de Sade y aún no he terminado de digerir su complejidad y brillantez. Los poderosos de entonces, antes y después de la Revolución Francesa, consiguieron increíblemente su propósito: condenarlo al ostracismo. Aún hoy se le encuentra en los estantes dedicados a la literatura erótica de las librerías, cuando realmente, al menos la novela que acabo de terminar es una obra de filosofía de extraordinaria lucidez. Y no solo eso, sino que además Justine es una denuncia descarnada de la hipocresía de la alta sociedad francesa tanto pre como postrevolucionaria que va, me atrevería a decir, más allá incluso de la época en la que se escribió.

Con todos vosotros, el tremendo marqués de Sade:
 

Justine ou les Malheurs de la vertu (orgy with a monk)<<Pero abandonemos por un instante la moral, ya que prefieres la teología. Debes saber pues, joven inocente, que la religión en la que te amparas, no siendo más que la relación del hombre con Dios, culto que la criatura creyó deber rendir a su creador, quedó aniquilada en cuanto la propia existencia de tal creador fue demostrada como quimérica. Los primeros hombres, asustados por unos fenómenos que los impresionaron, tuvieron que creer necesariamente que un ser sublime y desconocido por ellos había dirigido su marcha y su influencia. Es propio de la debilidad suponer o temer la fuerza. La mente del hombre, todavía demasiado infantil para buscar y para encontrar en el seno de la naturaleza las leyes del movimiento, único resorte de todo el mecanismo que le asombraba, creyó más simple suponer un motor a esta naturaleza que verla motora de sí misma, y sin pensar que le costaría un esfuerzo mucho mayor edificar y definir este amo gigantesco que buscar en el estudio de la naturaleza la causa de lo que le sorprendía, admitió el ser soberano y le dedicó sus cultos. A partir de ese momento, cada nación los compuso análogos a sus costumbres, a sus conocimientos y a su clima. No tardaron en haber en la Tierra tantas religiones como pueblos, tantos dioses como familias. Sin embargo, debajo de todos esos ídolos era fácil reconocer al fantasma absurdo, fruto primero de la ceguera humana. Lo vestían de diferente manera, pero siempre era lo mismo. Ahora bien, dime, Thérèse: porque unos imbéciles construyan disparates sobre la erección de una indigna quimera y sobre la manera de servirla, ¿hay que deducir que el hombre sensato deba renunciar a la dicha segura y presente de su vida? ¿Debe, como el perro de Esopo, abandonar el hueso a cambio de su sombra, y renunciar a sus placeres reales a cambio de unas ilusiones? No, Thérèse, no, Dios no existe: la naturaleza se basta a sí misma. No tiene ninguna necesidad de autor. Este supuesto autor no es más que una descomposición de sus propias fuerzas, más que lo que en la escuela llamamos una petición de principios. Un Dios supone una creación, o sea un instante en el que no hubo nada, o bien un instante en el que todo estuvo en el caos. Si uno u otro de esos estados era un mal, ¿por qué tu Dios lo dejaba subsistir? Si era un bien, ¿por qué lo cambia? Ahora bien, si es inútil, ¿puede ser poderoso? Y si no es poderoso, ¿puede ser Dios? Si la naturaleza se mueve a sí misma, ¿de qué sirve el motor? Y si el motor actúa sobre la materia moviéndola, ¿cómo no es materia él mismo? ¿Puedes concebir el efecto del espíritu sobre la materia, y la materia recibiendo el movimiento de un espíritu que carece en sí mismo de movimiento? Examina por un instante, con frialdad, todas las cualidades ridículas y contradictorias con que los fabricantes de esta execrable quimera se han visto obligados a revestirla, y comprobarás que se destruyen y anulan mutuamente; admitirás que este fantasma deificado, nacido del temor de unos y de la ignorancia de todos, no es más que una simpleza escandalosa, que no merece de nosotros ni un instante de fe ni un minuto de examen; una miserable extravagancia que repugna a la mente, que escandaliza el corazón, y que sólo emergió de las tinieblas para volver a hundirse en ellas para siempre jamás.>>

Donatien-Alphonse-François, marqués de Sade. 1791. Justine o los infortunios de la virtud.

4 comentarios:

  1. Conocía de oídas al marqués de Sade,y la escasa imagen que daban de él era mala. Leo esta entrada y me encuentro con un filósofo inteligente... y con un libro para comprar y leer :)

    Saludoss.

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  2. Leed "los ciento veinte días de Sodoma" y vereis como se las gasta en plan desatado. Es una orgía de delirante y compulsiva maldad. Lo más parecido a como escribiría Satán si existiera y le diese por hacerlo. No sé si es una buena o mala recomendación, sois libres para decidir, jeje.

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  3. Creo que el manuscrito de Los ciento veinte días se perdió en uno de los traslados carcelariofrenopáticos que sufrió, ¿no, Anónimo?

    Saludos.

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  4. Ni idea, yo he leido el libro y no decía nada al respecto. Lo dicho, sólo para gente a la que no se le vaya mucho la olla. Está dividido en tres partes que más o menos (de memoria) corresponden a prácticas sexuales (las más fuertes, por supuesto), mierda (la más monótona y difícil de leer como no sea al lector le vaya el tema, no es mi caso) y sangre (la que es realmente muy perversa).

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